A TRAVÉS DEL AGUJERO EN LA POSTAL
El punto de encuentro de la Corriente marina cálida de Brasil y la
corriente fría de las Islas Malvinas otorga las condiciones perfectas para el
emplazamiento de una ciudad, por donde se la mire, tibia. Mar del Plata es otra
de acuerdo a que se vea de afuera hacia adentro que de adentro hacia fuera.
La postal es conocida: el edificio de un casino falsamente considerado el
más grande del mundo, una franja costera kilométrica donde miles de sombrillas
multicolores no dejan adivinar la arena, tres o cuatro construcciones de estilo
normando, un par de pétreos lobos marinos mirándose entre sí. Pero lo que de
lejos es homogéneo y terso, de cerca se muestra rugoso e imperfecto. A través
del agujero en la panorámica la realidad puede ser monstruosa.
Que otros se jacten de vivir calles que nunca duermen: Mar del Plata exhibe
el privilegio extraño de ser la ciudad que nunca despierta. Si la hubiera
conocido, fácilmente Oscar Wilde podría haber escrito El fantasma de
Canterville otorgando a los marplatenses las características que satirizara de
los norteamericanos. Porque la nuestra es una ciudad carente de espíritu
(aunque no, por cierto, a favor de otros valores como el pragmatismo). Su
composición poblacional puede dar la clave, quizás: destino universalmente
pensado para el retiro, Mar del Plata es ciudad de viejos, de planes de
descanso, de rechazo sistemático de todo emprendimiento, de todo hacer, de toda
evolución. Las pirámides poblacionales invertidas apuntan para abajo.
Las fotos se sacan los días en que el cielo está celeste porque ese color
se vive como un evento. La pasión que tiñe y que hace a Río ser amarilla, o a
París ser roja, en Mar del Plata genera grises plúmbeos; grises pesados que se
te caen la cabeza, grises de muerte, grises tristes que duran diez meses.
Mar del Plata tiene el mar en el nombre pero no en el cuerpo. Quien aquí
vive ha perdido el encanto de una playa en invierno. El romanticismo que
inspira un cuadro así se oculta tras el detalle pedestre del frío y del viento,
de la arena y el agua sucias. Y se desprecia el océano estival, tan siempre
apretado de gentes y cosas. El marplatense es un ser urbano que ha perdido todo
vínculo con lo natural y que no se ha adiestrado lo suficiente en lo urbano.
El mar se mira sólo como vía de escape hacia una dinámica mundana de la que
alguna vez se ha oído hablar. Caminar por su costa irregular de piedras crudas
y horizontes de verde espuma violenta, de sur a norte, anonada: trae la
sensación de que todo está más allá, de que todo pasa más allá; en otras
geografías que promete el cielo. Y el mar se vive como barrera, como
impedimento. Por eso le damos la espalda al mar. Por eso lo odiamos.
El estilo es el hijo predilecto del espíritu. Por eso Mar del Plata carece
de estilo, de elegancia. La gente y la ciudad hacen juego: son sobrecargadas,
coloridas, desprolijas, pretenciosas hasta el mal gusto. Y en los pegajosos
veranos, los visitantes encuentran en esta ciudad el sitio para expiar de un
modo casi anónimo su costado desmesurado y artificial; su desalineada superficialidad.
Es cierto que la costumbre puede generar cierto tipo de querencia, pero
esta ciudad no puede nunca provocar amor. Mar del Plata no enamora porque es
simple y es plana; porque su trazado es regular y no hay en ella rincones ni
espacios secretos, porque todo está a la vista y nada se esconde: no hay
intrigas ni magias ocultas en Mar del Plata. Y lo que seduce es lo que no se
deja ver.
En una ciudad de cotillón, todo es de cotillón: la educación, la idea de
mejoramiento, la profesionalización. En Mar del Plata no se produce, porque
para hacerlo es necesario tomarse las cosas en serio. Y aquí todo es
artificial. Entonces la economía es una de tenderos; y la moral y las
costumbres y la estética y las ideas y los proyectos y los desafíos y los
objetivos son de tenderos. Mar del Plata no genera y espera parasitariamente
las temporadas donde los que sí trabajaron y emprendieron vienen a olvidarse
por un rato. Sonríen como vampiros cuando pueden quedarse con algún billete que
la distracción o la torpeza de sus dueños ha dejado caer al suelo.
El marplatense se entiende por rasgos negativos. Tiene – propiamente - una
no-identidad que, paradójicamente, lo define. Y defiende todas estas cosas que
no es a través de un conservadorismo de una tradición imaginada o pretendida,
pero nunca real. El marplatense es sus defectos y, de tanto repetirlos, los ha
creído su virtud.
Sueño con un día despertar y ya no ser hijo de esta ciudad, con haberme
sacado sus marcas de mi cuerpo. Sueño con que algún día Mar del Plata sea para
mí una anécdota esporádica y no una pesadilla eterna.
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