EL REFLEJO
Era un ritual. Volver del
trabajo a mil con la camioneta por la costa, apurado como si llegar a casa me
librara de las cadenas de ese trabajo que siempre había deseado y ahora
despreciaba. Llegar bajándome de mi asiento de conductor casi antes de terminar
de estacionar en la trotadora y poner la llave en la cerradura de la puerta
exagerando el ruido como en los efectos especiales de las películas argentinas:
para que me escucharan Bautista y Agustín y se pusieran contentos. Para que
Paula terminara de poner la mesa apurada y repasara mentalmente la forma que
esa noche tendría su lamento cotidiano.
“-¡Hola, hola, hola!”,
era mi saludo inevitable. Como un presentador de la televisión, como el
conductor del programa de preguntas y respuestas que me sentaba a ver todas las
noches después del beso en la cabeza a los nenes, después del pico apurado a
Paula, después de sacar de la heladera los potecitos con el queso y el salame,
cerrando la puerta con el pié y haciendo el trotecito hasta el sillón del living,
sentándome con el torso adelantado hacia la tele para no perder detalle del
show.
Ninguno me hablaba;
sabían que sería inútil. Me enojaba con facilidad si me interrumpían sus gritos
o sus preguntas. Cuando veía La rueda del saber una burbuja
deforme aparecía, incluyéndome a mí y a la tele por media hora y todo lo que
quedaba alrededor se veía como con un filtro brumoso que aislaba el sonido. Es
que al tener mujer e hijos, por grande que sea la casa que en que se viva, ya
no quedan lugares para uno; lugares para la intimidad menos comprometedora,
espacios para el simple hecho de estar solo. Por eso tuve que forzar ese
aislamiento antipático. Porque anticipar las respuestas a las preguntas que
definirían quién llegaría a la final semanal del concurso era una especie de
tratamiento contra la “compañía crónica” que padecía. Un ratito para estar
solo, para volver a encontrarme con aquella esencia de intelectual, de uomo
universale, que el trabajo, la familia y las obligaciones habían impedido
que se desplegara.
Me acuerdo que cuando era
muy chiquito mi hermano me enseñaba a leer con un librito rojo donde el texto
se intercalaba con dibujitos para facilitar la comprensión (supongo). A mí no
me costaba demasiado avanzar con el cuento, pero a veces me trababa. Mi hermano
insistía con la autoridad que tienen los hermanos que son mucho más grandes.
Insistía en que volviera a intentarlo. Quería, y me lo repetía a cada momento,
que yo fuera el mejor, que leyera más rápido que nadie. Esa impronta de
perfeccionismo heredada transitivamente de mi padre, me hizo esforzarme por
destacar en el colegio. Sufría cada corrección de las maestras al punto de
llorar, de obsesionarme, de no poder olvidar los errores que me hacían ver que
había cometido. Hasta hoy recuerdo ese examen en el que, desconocedor de
contracciones, puse “de el”, en vez de “del”: la maestra no lo advirtió, pero
los cuatro o cinco días que esperé la corrección no pude pegar un ojo,
sufriendo porque ella se daría cuenta y me desaprobaría, manchando con negro el
historial del que nunca se había sacado menos de nueve, del de la asistencia
perfecta, del de los dieces, del de la tarea siempre cumplida.
No voy a negar que al
principio mi único estímulo era cumplir con mi obligación, pero de tanto
insistir le fui encontrando el gusto a acumular conocimiento: fechas, lugares,
batallas, revoluciones, fórmulas matemáticas, filósofos, palabras raras. Leía
escuchando los pelotazos en la medianera de los vecinitos que jugaban al
fútbol. Trataba de memorizar los apellidos complicados, estaba atento para
retener de las charlas de los grandes los datos interesantes que reproduciría
forzando el diálogo cuando se diera la ocasión.
Para cuando llegué al
secundario estaba preparado para escribir una mini-enciclopedia. Cualquier duda
preguntále a Abel. Abel sabe todo, Abel es una computadora, Abel seguro lo
conoce. Había tanta información en mi cabeza que se mezclaba con la
inteligencia, y ni mis conocidos ni yo podíamos distinguir una de la otra.
Cuando me acusaban de traga yo decía que era inteligente, pero la verdad no sé
bien qué era. Lo cierto es que inevitablemente el dudoso privilegio de portar
la bandera recaía sobre mí, que siempre me elegían como el “representante
cultural” de la escuela en esas estúpidas competencias del Ministerio; que si
había que ponerle cara a la promesa, esa cara era la mía.
Crecí aceptando el peso
de esa responsabilidad; dando por un hecho que mi brillante biografía escolar
me hacía dúctil y adaptable, que mi conocimiento era inteligencia, la
inteligencia la condición de la supervivencia y que el éxito en la vida
dependía de dominar el juego por la conservación personal. Como había
conquistado la escuela conquistaría la vida.
Pero el tiempo fue
pasando y nada. Año tras año fui constatando que no había lugar para los
intelectuales en este mundo. Y desde los veinte hasta los veinticinco sentí un
profundo resentimiento contra la mediocridad general de la gente. Contra lo que
yo veía como una ceguera para el verdadero talento, para reconocer y apreciar
todo mi bagaje de información, todo mi saber. No pude brillar, se fue apagando
mi luz. Y mis ojos acusatorios veían a los otros como responsables de ese
asesinato. Porque eso sentía, que me habían matado.
Tuve algo de suerte al
conseguir ese rutinario trabajo. Cuando nos casamos con Paula, después de
tantas entrevistas de las que salía derrumbado, un trabajo con pago mensual,
aguinaldo y vacaciones era lo que más deseaba en el mundo. Alguna seguridad,
algo. Pero poco tiempo después ya no lo soportaba. La vena, la fibra del
intelectual seguía latiendo en mí. La promesa que había sido para mi viejo,
para mis profesores y para mí me atormentaba como una cuenta pendiente que no
tenía tiempo para saldar. Por eso la necesidad de que nadie me molestara cuando
me sentaba a ver la televisión. Por eso mi apuro por llegar a casa, por hacer
el trotecito rápido de la cocina al living, por sentarme con el torso
adelantado hacia la tele para no perder detalle del único show que premiaba el
conocimiento. Era un ritual.
La rueda del saber empezaba siempre en punto. El presentador,
como decía mi viejo, “era un señor”. Varios paneles, rondas que iban eliminando
uno a uno a los participantes de acuerdo a su cosecha de puntos después de las
once preguntas obligatorias y muy tentadores premios. Mi situación económica no
era buena y ese no era un detalle menor. Si hubiera vivido en la capital de
seguro me hubiera inscripto. Y muy probablemente ganaría porque era un
verdadero imbatible. “¡Lisboa!”, “¡En el desierto de Gobi!”, “¡La K.G.B.!”,
“¡David Hume!!”, “¡Literatura!”. Con cada acierto un golpecito entusiasta sobre
la pierna y una mirada sonriente hacia el costado sin devolución por parte de
Bauti. Y en cada final de ronda, un poco de cerveza fría para pasar el queso y
el salamín.
No fui consciente ese día
de las tres primeras preguntas de la tan promocionada “Gran final en vivo y en
directo”. Eran tan sencillas que no podría recordarlas; salieron
automáticamente de mi boca. Pero la cuarta no voy a olvidarla jamás. Mi
silencio, el del participante y el tic-tac del reloj hicieron que los segundos
que me tomé para pensar me resultaran horas.
“¿Cómo se llamó la
película que en 1908 filmara Segundo de Chomón a través del recurso del paso de
manivela’?”
Casi no podía entender la
formulación misma de la pregunta, transpiraba, de reojo veía jugar a los chicos
como si fueran protagonistas de una película muda. Jadeaba profundo; no me
resignaba porque alguna vez había leído sobre ese personaje en algún lado.
Bastaba con que estableciera las relaciones suficientes como para que el dato
saltara como un payaso de esos que asustan a los chicos al salir disparados de
una caja de regalos. Pensar, había que pensar nada más. Y justo antes del
final, como la chispa que dio origen a la vida, surgió al mismo tiempo en mi
boca y en la del participante una articulación extraña: - “Hotel eléctrico”,
dijimos en un misterioso unísono. Mi sorpresa fue tal por esa sincronía que la
fanfarria, el jingle de los ganadores y los fuegos artificiales que salían de
la tele los viví en cámara lenta. Por entre las bailarinas que saltaban con un
cheque gigante, vi al nuevo rey de La rueda del saberacomodarse sus
anteojos de alta graduación y marco de nácar justo iguales a los míos. Lo vi
peinar su flequillo hacia la derecha y reír tímidamente como lo hacía yo. Lo vi
orgulloso de una proeza de la que yo hubiera estado orgulloso, pero que ahora
por primera vez podía ver como la veían los demás: con todo su patetismo y su
pretenciosidad, con toda su inutilidad. Lo vi – me vi – y comprendí toda mi
vida en un instante. El ganador era yo y mi triunfo era mi fracaso.
Me dio vergüenza ajena –
o propia – verme sonrojar cuando la secretaria me dio un beso con rouge. Como
un estúpido y asumiendo una culpa inexplicable le mandé un saludo a Paula y a
los chicos. –“Que son el amor de mi vida”, dije. El cheque no lo cobré nunca.
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