Extinción

Hundida en la oscuridad, paralizada. Sólo iluminada por la luz tenue de la luna de verano; ella es ahora una parte más del silencio, de la humedad, del calor, de la densa selva. Las hojas que esconden la tierra a su alrededor no son parte de su mundo. Tampoco lo son las raíces descubiertas del árbol en que apoya cuatro de sus patas. Su sigilo es expectativa. El tenaz chirrido del macho lo anuncia a la distancia y anticipa la cópula que seguirá. El hechizo de su individualidad se deshará: su tendencia será la de su especie, y también lo será su deseo. Lo será también su inútil resistencia y su doloroso goce. Pondrá a prueba la estrategia que sus genes han urdido para resistir a la desaparición, para perpetuarse en otras arañas, que serán otras pero serán las mismas.

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Llega. Lo siente como el dolor que se siente en los sueños. El macho ya está encima clavando sus pinzas en ella (son las armas que compensan su disparidad de tamaños). Por primera vez percibe la consistencia de su propia sangre, deslizándose interminable a través su abdomen. Está aprisionada y sus patas apenas logran separarla de la tierra. Furia. La vida comienza a atravesarla. Ruido. Su cuerpo es desgarrado en goce. Flujo. El macho siembra su simiente; se empapan. Son uno para ser cientos. Furia, ruido, flujo: silencio. El movimiento se congela. Se separan. Los ímpetus son calma. Él se deja caer desde la espalda de la enorme hembra, entumecido. Cumplidos los instintos que justifican que esté vivo, respira peligrosamente cerca. Se miran a los ojos, los dos inmóviles. Resta el último ritual y el instinto marcará los pasos: se abrirán las fauces, chorreantes de irrefrenable lascivia y hambre; el agotamiento se convertirá en necesidad de nutrientes; la necesidad, en negro impulso asesino; el impulso, en feroz ataque. La hembra se acerca, veinte machos podrían cobijarse bajo su pálida sombra nocturna. La adrenalina tiene sabor a muerte, pero no impide que las veloces patas del macho se claven en el abdomen en el que ahora se cobijan sus propios genes. El primer tirón y ella ya no puede caminar. El segundo, la deja indefensa. Sus dientes viriles desprenden el primer trozo de cabeza y desde aquí ninguno de los movimientos de la víctima es voluntario: desordenados reflejos, súbitas contorsiones espasmódicas; nada puede evitar el proceso caníbal. Tal vez en la fiereza del ataque se manifieste una intuición. Tal vez en alguna parte de sí, en lo profundo de su casi nula conciencia, de alguna mágica manera, el macho conozca que es el último individuo de una especie que no conocerá el futuro, el último vehículo de unos genes que han fallado en su empresa inmortal; que su tendencia es un ensayo y un último error.

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